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martes, 30 de agosto de 2011

Leyendas Canarias


Os obsequio con otro relato de Carlos Platero, sobre las leyendas canarias, pequeñas historias que nos regresan a aquel lugar aquel tiempo…


La sublevación de los gomeros

Hernán Peraza, casado con la hermosa doña Beatriz de Bobadilla en impuesto matrimonio de la reina Isabel de Castilla, como Señor despótico de La Gomera no era muy bien visto por los naturales de su feudo.
Los amores del castellano con la linda indígena Iballa no contribuían precisamente a que existiesen relaciones cordiales entre el señor y los vasallos.
Y terminó habiendo sublevación armada.
La fortaleza donde se refugiaron los Señores es la torre todavía hoy conservada y que por aquellos tiempos fue erigida en posición, no de defender a la isla, sino de defenderse de ella.
Al trascender a Lanzarote la insurrección, Sancho de Herrera pidió inmediato socorro al poderoso Perdo de Vera para su hermano. Y aquél acudió presto al quite y los gomeros, viendo las velas de las dos carabelas castellanas que llegaban a San Sebastián, levantaron el sitio en que tenían a la fortaleza, refugiándose en las inexpugnables alturas de la isla.
Dice viera y Clavijo:”¿No parecía que esta convulsión de los ánimos debía hacer a Fernán Peraza más compuesto y a los gomeros mas sumisos? Sin embargo, se experimentó todo lo contrario. Porque, luego que se retiró Pedro de Vera, volvió aquel señor a tratar a sus vasallos con tanta tiranía, que aún las personas más afectadas lo abandonaron”.
El viejo nativo Pedro Hupalupu se puso al frente de los rebeldes del término Mulagua y un día que Hernán Peraza acudió como solía a las cuevas de Guahedum, a visitar a su amante la indígena Iballa, los sediciosos rodearon la vivienda y pese a intentar una estratagema para escapar, vistiéndose de mujer, el joven señor fue muerto por Pedro Hautacuperche, mozo fogoso y valiente, que de un dardo bien dirigido lo traspasó de parte a parte.
El viejo Hupalupu, arrepentido del asesinato, auguró:
-¡Ay de nosotros! ¡Guardáos hermanos, porque nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos cargaremos con el peso de este atentado!
Pero los gomeros, jubilosos, gritaron en las alturas de los montes, comunicándose unos a otros en su peculiar lenguaje de silbidos la noticia:
-¡ya el gánigo de Guahedum se quebró!
Y luego sitiaron de nuevo la torre en que se refugiaba una vez más doña Beatriz de Bobadilla con sus pequeños hijos y fieles servidores. Enterado Pedro de Vera al igual que anteriormente de esta reincidente actitud levantisca de los isleños y de la muerte del castellano Peraza, reclutando cuatrocientos hombres aguerridos, llegó raudo a La gomera.
El relato de la venganza cobrada por el general en tal ocasión aún estremece hoy. Primeramente libertó a la torre y a sus habitantes y luego asaltó las cumbres de Garajonay y Chupide, usando de la astucia allí en donde la fuerza nada conseguía. A todos los vecinos de Anaga, de quince años arriba, condenó a muerte sin dilación.
Los gomeros fueron ahorcados, arrastrados, ahogados en el mar, mutilados de ojos, piernas y manos…A la mayoría de las mujeres y niños, aquel nuevo azote de dios, vendiço como esclavos, dejando “a la Gomera toda bañada en sangre, pero más atónita de los castigos que sometida y obediente”, siguió diciendo Viera y Clavijo.
En Gran Canaria, de los doscientos gomeros desterrados desde el anterior alzamiento, hizo el general ahorcar a los varones de más edad y envió a vender a Europa a todas las mujeres y los niños nativos de la desgraciada isla.
El obispo don Juan de Frías, que lograra ya el traslado del obispado del Rubicón de Lanzarote a la recién conquistada Gran Canaria, así como su sucesor fray Miguel López de La Serna, horrorizados de tanto derramamiento de sangre, amonestaron reiteradamente al cruel general quien a estas reconvenciones de uno de ellos, según las crónicas, respondió con la terrible frase:
-Padre Obispo, mucho os habéis demandado contra mí. Callad, porque si dais tanta libertad a vuestra lengua, os haré clavar un casco ardiendo sobre la cabeza.
No obstante, las quejas del obispado y de algunos importantes militares descontentos llegaron por fin a oídos de los Reyes Católicos, quienes ordenaron a Pedro de vera el cese y suspensión de su mandato, colocando en la vacante a Francisco de Maldonado.

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